Nos conocimos una mañana en el museo Rijks de Ámsterdam. Era el guía oficial de nuestro grupo. Había sido invitada a atender la visita de último momento, ya que había llegado hacía poco y además aceptaron a mi mamá aunque el número de visitantes era alto. Llegamos temprano para no molestar a la organizadora y nos acercamos a la ventanilla donde debíamos reunirnos con el guía. Aquí encontramos a un hombre hablando con un acento francés muy marcado pero en un holandés tan fluido que enseguida me impresionó. Era grande, delgado, con el pelo y los ojos castaños. Parecía típicamente francés pero con una actitud tan alegre y amable que me sorprendí bastante. Nos preguntó las cosas habituales y después nos contó su vida. Había nacido en el sur de Francia, cerca de la frontera española y había llegado hace tres años a Holanda. Primero trabajó en Haarlem en el Museo Frans Hals, y luego se trasladó a Ámsterdam. Le gustaba la ciudad muchísimo y se alegraba de poder ir en bicicleta a todas partes. Yo todavía no me había atrevido, ya que el tráfico de bicicletas de Ámsterdam era algo fenomenal ¡y los accidentes frecuentes!
Su especialidad era, por supuesto, la época de oro de los maestros holandeses y nos explicó tantas cosas sobre los cuadros de Hals, Vermeer, Rembrandt y otros artistas famosos por sus naturalezas muertas, que ahora observo con más entendimiento que antes. Su estilo era informal, habló con excitación pero se paró cada vez que alguna de nosotras hizo un comentario. Lo que me sorprendió muchísimo era que se interesó por los de mi mamá. Mi mamá siempre hace comentarios pertinentes, pero como es grande y sencilla, la gente usualmente no se imagina lo que va a decir y trata de ignorarla. Francis no era así.
Poco después estaba en la calle, cerca de mi departamento, enseñando a mi hija como andar en bicicleta (una actividad dolorosa porque tuve que mantenerme inclinada), cuando de repente me saludó Francis. Vivía cerca, en un departamento, y estaba por regresar, entonces charlamos un rato. Otra vez me sorprendí por lo sincero que él era mientras hablamos.
Pasaron algunas semanas hasta que atendí una última charla con él, en el museo de Frans Hals en Haarlem.
Por fin, en la primavera, me inscribí a una conferencia en el Rijks con otra francesa y cuando llegué, platiqué con ella un rato y mencioné que conocía a Francis. Ella se descompusó y me preguntó si no me había enterado de la noticia. Francis había muerto la semana previa. Cuando no se presentó para una cita, lo encontraron en su departamento, ahorcado. Aparentemente había tratado de regresar a Francia pero como se había ido por algunos años, había perdido su lugar y no podía retomar su carrera como pretendía. Se encontró en un callejón sin salida y no vio cómo salir adelante.
Una simple cuestión de bloqueo administrativo.
El resto de la hora, pretendí escuchar la conferencia hasta que pude escaparme y lamentarme sola. Era la primavera de 2003 y un hombre talentoso y cariñoso había muerto.
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