miércoles, 3 de diciembre de 2008

El sorprendente día de los muertos en México


Aunque la muerte sea el fin de todos los seres vivos, nunca ha sido fácil para los humanos convivir con la idea de nuestra impermanencia. Así, desde los remotos tiempos en que vivíamos en las cavernas, hemos creado y respetados ceremoniales para la muerte. Debido a la mezcla de culturas prehispánicas con la tradición cristiana, estos ceremoniales tienen una fuerza distinta y especial en México.

En culturas como la china y la del antiguo Egipto, la reverencia a los muertos era tan grande que monumentos y pirámides eran construidos para honrarlos. En la cultura zen budista de países como Japón, se hacen ofrendas de comida y bebida en altares decorados para el día de los muertos, que es celebrado con mucha alegría y música.

En cambio, en el mundo occidental, en las culturas fuertemente influidas por la iglesia católica, lo mismo que con el ideal del paraíso, la muerte suele ser considerada como una desgracia: la pérdida de un ser querido es un enorme sufrimiento y la idea de la propia muerte es algo tan aterrador que hace que la mayoría de las personas ni mismo quiera reflexionar sobre esta posibilidad.

En Mesoamérica, se creía que los individuos que morían de causas naturales iban a vivir a un lugar mejor. Por eso eran enterrados con objetos personales y comida que se consideraban útiles durante la transición por el Chignahuapan, una especie de purgatorio, hacia el destino final al que llamaban Mictlán. Los difuntos eran envueltos en un petate a manera de momias, algunas preservadas hasta nuestros días.

En la cultura náhuatl, la muerte era parte intrínseca de la vida y estaba en el centro de la religión, que no la consideraba un fin sino una transición hacia Mictlán. Por su dependencia de la naturaleza, los mexicas crearan muchos rituales de adoración al Sol, que era para ellos una divinidad que merecía sacrificios humanos con el fin de mantener la luz y la lluvia sobre su territorio, imprescindibles para la siembra y consecuente sobrevivencia de la población. En el sacrificio de la vida, lo que se buscaba era pagar un tributo a los dioses por sus dádivas que garantizaban el bien del grupo. Esto era parte del proceso de continuidad de la creación, pues los sacrificados regresaban a la fuente que origina la vida.

En la actualidad, se nota mucho la influencia de esta cultura en las celebraciones desde lugares como Tláhuac, Xochimilco e Mixquic, cercanos a la ciudad de México, hasta estados como Michoacán y Oaxaca. Los altares son decorados para a la noche del día 2 de noviembre todavía al modo pre-hispánico, con inciensos, ollas de barro cocido, velas, alegres flores de Tzempaxuchitl, pero también con una gran influencia de los símbolos de la iglesia católica como el crucifijo y las imágenes de santos. Siempre hay fotos del muerto, rodeada de sus comidas y bebidas preferidas. Platillos típicos regionales como tamales, mole, pan del muerto, bebidas como el tequila y dulces con calabaza también están presentes. Además hay las calaveritas de azúcar, las piñatas en forma de esqueletos y los papeles picados usados como adornos en esta época. Son las bienvenidas ofrecidas por los vivos a los espíritus queridos que vienen a visitarlos en esta noche especial.

Para los mexicanos de hoy, la percepción de la muerte es algo distinta de la mayoría de los países cristianos. Aun siendo un país católico, México no ha olvidado su herencia pre-colombina y su visión de la muerte está fuertemente influida por una cierta indiferencia hacia la vida y la muerte, tal vez legado de una cultura de tantos sacrificios.

De este modo, los mexicanos consiguen reírse de la muerte, algo impensable en muchas otras culturas. Le ponen los apodos más jocosos como “huesuda”, “calaca”, “dientona”, “flaca”, “tilica”, “Catrina”, etc. Incluso la representan vestida de gran dama, con lo que ironizan las vanidades de los vivos. Así en poco tiempo uno se adapta a las costumbres locales e ya se divierte en las celebraciones con que el doloroso pasaje puede parecer un poco menos árido.
Jaqueline Giarola

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