Al oscurecer, comencé a notar que los lados de la carretera
estaban mojados y llenos de charcos de agua, señal de que, en la víspera o en
la mañana, una tormenta ocurrió. Luego, cuando la noche era plena, debí frenar
brutalmente para intentar evitar chocar contra un inmenso y grueso árbol que
yacía a través del camino, probablemente derribado por un rayo. Mis esfuerzos
fueron vanos y mi coche chocó violentamente contra el pesado tronco.
Afortunadamente no estaba herido, pero el auto estaba bastante estropeado y se
volvió inutilizable.
Salí de mi carro y, por un rato, reflexioné sobre lo que
podía hacer estando perdido en medio de ninguna parte. A todas luces, no tenía
muchas opciones; por eso decidí buscar una casa para pedir ayuda. Pero,
visiblemente, la suerte se ensañaba conmigo, ya que la tormenta fue seguida por
algunas gotas de lluvia y los truenos comenzaron a gruñir tan pronto como salí
de mi coche. Unos horripilantes relámpagos desgarraron el cielo revelando las
siluetas siniestras de los inmensos árboles cuyas formas parecían ser de
fabulosos y terribles animales. Una violenta lluvia empezó a caer, llenando el
ambiente de un ruido exasperante y continuo, inundando la tierra y mojándome
hasta los huesos.
A lo lejos, de cuando en cuando, a la luz de los relámpagos,
se perfilaba la silueta de lo que pensaba que era un castillo medieval con sus
torres almenadas, donde ásperos y austeros caballeros deben haber encontrado
refugio. Esta visión me hacía pensar en “Vlad el Empalador”, y estaba
aterrorizado y estremecido sólo de pensar que esa leyenda fuera verdadera. De
hecho, estaba en Transilvania, la patria y el reino de este monstruo que, de
seguro, era una realidad y no salió de la imaginación de Bram Stoker.
Comencé a sentir un gran espanto. Pero, a pesar de mi
situación desesperada, empecé a caminar penosamente, tratando de buscar una vía
en medio de helechos inmensos y de zarzas que me arañaban la piel, chapoteando
en el lodo donde se hundirían mis pies hasta los tobillos.
Calmas momentáneas sobrevenían de cuando en cuando,
revelando unos ruidos lúgubres que poblaban el bosque: a veces el ulular
terrorífico de una lechuza y los ladridos de numerosos perros que parecían
rabiosos desgarraban el silencio y me helaban la sangre.
Luego de una marcha que me pareció eterna, encontré
una pequeñita vieja choza. La puerta no estaba cerrada y entré, pero
no podía encontrar el interruptor para alumbrar la habitación. Trataba de
avanzar, pero chocaba con cosas que parecían ser muebles. A la luz de un
relámpago, vi una puerta y me dirigí hacia ella. Sentí que alguien estaba
abriéndola y oí con mucha claridad lo que parecía ser un siniestro
crujido, acompañado de un ruido de cadenas de hiero y del grito agudo de un gato.
Era, con toda seguridad el antro de Drácula y estaba seguro que dentro de poco,
el cruel y despiadado conde armado de un palo iba a llegar y que yo iba a
perecer por las manos de ese monstruo.
En un momento hice caer con un ruido ensordecedor lo que
parecía ser un cántaro de barro. La habitación se ilumino de repente y una
viejita salió desde una puerta lateral y me preguntó qué estaba haciendo en su
casa. Le expliqué lo que me ocurrió y viéndome tan sucio, tan
pálido y visiblemente hambriento y agotado, me ofreció una silla, un
vaso de agua y una sopa. Mi pesadilla termino así; entonces decidí salir de
este lugar, jurando que nunca viajaría más en esta parte del mundo y
reflexionando sobre la fuerza de ciertas novelas que nos hacen pensar que
algunas leyendas son realidades históricas.
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