jueves, 24 de mayo de 2012

El miedo

Hace mucho estuve por un rato en Hungría. Un día quise visitar Rumania y decidí ir a este país manejando mi propio coche, aunque era bastante viejo. Era un proyecto medianamente audaz y temerario. De hecho, en aquella época en los países socialistas de la Europa del Este, así como en la Unión Soviética, viajar no era una cosa simple y el menor problema podía hacerse una pesadilla, debido a las dificultades corrientes de abastecimiento, de trámites, de piezas de repuesto o, simplemente, de comida.
Un luminoso y soleado día de julio partí al amanecer y nada indicaba que sería un día del que me acordaría toda mi vida. Todo el día el viaje fue agradable, y al fin de la tarde empecé a subir las pendientes verdes y arboladas de las primeras estribaciones de los cerros de Transilvania. Rodando a través de esos paisajes bucólicos, sonrientes y tan serenos, me maravillaba de cómo tal entorno podía haber inspirado al autor irlandés Bram Stoker una historia tan siniestra como la de “Vlad, el Empalador”, más conocido como el conde Drácula.

Al oscurecer, comencé a notar que los lados de la carretera estaban mojados y llenos de charcos de agua, señal de que, en la víspera o en la mañana, una tormenta ocurrió. Luego, cuando la noche era plena, debí frenar brutalmente para intentar evitar chocar contra un inmenso y grueso árbol que yacía a través del camino, probablemente derribado por un rayo. Mis esfuerzos fueron vanos y mi coche chocó violentamente contra el pesado tronco. Afortunadamente no estaba herido, pero el auto estaba bastante estropeado y se volvió inutilizable.
Salí de mi carro y, por un rato, reflexioné sobre lo que podía hacer estando perdido en medio de ninguna parte. A todas luces, no tenía muchas opciones; por eso decidí buscar una casa para pedir ayuda. Pero, visiblemente, la suerte se ensañaba conmigo, ya que la tormenta fue seguida por algunas gotas de lluvia y los truenos comenzaron a gruñir tan pronto como salí de mi coche. Unos horripilantes relámpagos desgarraron el cielo revelando las siluetas siniestras de los inmensos árboles cuyas formas parecían ser de fabulosos y terribles animales. Una violenta lluvia empezó a caer, llenando el ambiente de un ruido exasperante y continuo, inundando la tierra y mojándome hasta los huesos.
A lo lejos, de cuando en cuando, a la luz de los relámpagos, se perfilaba la silueta de lo que pensaba que era un castillo medieval con sus torres almenadas, donde ásperos y austeros caballeros deben haber encontrado refugio. Esta visión me hacía pensar en “Vlad el Empalador”, y estaba aterrorizado y estremecido sólo de pensar que esa leyenda fuera verdadera. De hecho, estaba en Transilvania, la patria y el reino de este monstruo que, de seguro, era una realidad y no salió de la imaginación de Bram Stoker.
Comencé a sentir un gran espanto. Pero, a pesar de mi situación desesperada, empecé a caminar penosamente, tratando de buscar una vía en medio de helechos inmensos y de zarzas que me arañaban la piel, chapoteando en el lodo donde se hundirían mis pies hasta los tobillos.
Calmas momentáneas sobrevenían de cuando en cuando, revelando unos ruidos lúgubres que poblaban el bosque: a veces el ulular terrorífico de una lechuza y los ladridos de numerosos perros que parecían rabiosos desgarraban el silencio y me helaban la sangre.
Luego de una marcha que me pareció eterna, encontré una  pequeñita vieja choza. La puerta no estaba cerrada y entré, pero no podía encontrar el interruptor para alumbrar la habitación. Trataba de avanzar, pero chocaba con cosas que parecían ser muebles. A la luz de un relámpago, vi una puerta y me dirigí hacia ella. Sentí que alguien estaba abriéndola y oí con mucha claridad lo que  parecía ser un siniestro crujido, acompañado de un ruido de cadenas de hiero y del grito agudo de un gato. Era, con toda seguridad el antro de Drácula y estaba seguro que dentro de poco, el cruel y despiadado conde armado de un palo iba a llegar y que yo iba a perecer  por las manos de ese monstruo.
En un momento hice caer con un ruido ensordecedor lo que parecía ser un cántaro de barro. La habitación se ilumino de repente y una viejita salió desde una puerta lateral y me preguntó qué estaba haciendo en su casa. Le expliqué lo que me ocurrió y viéndome tan sucio, tan pálido  y visiblemente hambriento y agotado, me ofreció una silla, un vaso de agua y una sopa. Mi pesadilla termino así; entonces decidí salir de este lugar, jurando que nunca viajaría más en esta parte del mundo y reflexionando sobre la fuerza de ciertas novelas que nos hacen pensar que algunas leyendas son realidades históricas.

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